La música sacra y sus diversas expresiones

Mientras Beethoven se enclaustraba en su propia sordera para internarse en los meandros de la más puras y acendradas ideas musicales, desgranadas en sus últimos cuartetos, Rossini -su exacta contrapartida estética- era saludado, en aquella Viena de mediados del 1800, invadida todavía por cantantes italianos tras la hegemonía del llamado bel canto en la Europa de los siglos XVII y XVIII, como el salvador de la música. Pura paradoja. Porque en aquel predominio del canto y los cantantes, la ópera italiana apuntaba de modo prioritario al entretenimiento, a regodearse en la pura exhibición de la voz. De allí la inmensa popularidad de músicos como Rossini, Donizetti y Bellini.

Rossini alcanzó a escribir, apelando a su infalible don melódico y a las ingeniosas aunque remanidas fórmulas que aseguraban el éxito inmediato, treinta y nueve óperas, antes de consagrarse por entero... a la cocina, durante los treinta y nueve años que sobrevivió a tal conjetural decisión.

En tal contexto, era natural que un melodista por antonomasia, que despotricó contra la escuela alemana (incluyendo a Haydn, Beethoven y el propio Romanticismo) por "corromper la pureza del gusto con acordes extraños y rarezas artificiales", no sintiera afinidades espirituales con la música sacra. No obstante, este Stabat Mater de Rossini, lo más alejado del pietismo bachiano, admite una que otra de esas "armonías excéntricas" de los músicos del Romanticismo, que tanto abominó, burlándose con ironía y sarcasmo.

Tanta fama operística, sepultó al Rossini motivado, desde muy joven, por los textos sagrados (Ave Maria, Tantum Ergo, Misas truncas, etc.). Incluso en 1987 se descubrió otra obra de juventud, su Misa de Gloria (sui generis), para cuatro voces, con algunos instrumentos obligados. No obstante su "obra sacra" más importante es este Stabat Mater, sobre el que Wagner ironizó a gusto. Esbozada en 1831 -es decir, a los 39 años, tras su última ópera Guillermo Tell, de 1829- y terminada once años después, Rossini no puede dejar de tentarse con su vena operística al pensar en el canto de las cuatro voces solistas de soprano, mezzo, tenor y bajo, a los que acompañan coro y orquesta. Tras una introducción bastante seria, cuyo segundo motivo ya incluye pasajes de cantilena, Rossini da rienda suelta a su euforia en Cujus animan con raptos de bravura confiados al tenor. También en el dueto de las sopranos en Quis est homo, Rossini practica el virtuosismo vocal.

Su vena se aplaca cuando el bajo canta Pro peccatis suae gentis, y remonta vuelo más espiritual en Eja mater fons amoris, cantado a capella por el coro, en diálogo con el bajo. En los momentos siguientes, hasta el Amén final, Rossini muestra episodios contrastantes o presenta rasgos contrapuntísticos y hasta algún cromatismo en el que el músico parece advertir, por un momento, el sentido de estas palabras que recuerdan a la Virgen María doliente al pie de la cruz, presenciando la espantosa agonía de su hijo Jesús, para plasmarlas en melodías y armonías.

Esta visión o percepción diríamos pagana, en el sentido de no cristiana, de la música que debería reflejar el clima dictado por el texto, habrá que atribuirla a la época, al entorno, al género y al estilo cultivado por Rossini. De todos modos, y más allá de la estética (que no es otra cosa, etimológicamente, que el sentimiento) cada texto pide -exige- la empatía de las notas. Las enseñanzas de Victoria o Bach, en tal sentido, son las que, en definitiva, han de perdurar.

En cuanto al Exsultate, jubilate, de Wolfgang Amadeus Mozart, difiere diametralmente de la obra precedente. Ya el mismo texto expresa una eufórica alabanza (en este caso a la Virgen); es música escrita por un Mozart de 16 años; es la partitura de un creador quien, ya porque trabajó bajo el yugo del arzobispo de Salzburgo, su ciudad, ya porque sintió verdaderas motivaciones místicas reflejadas como necesidad espiritual no sólo en sus famosos Requiem y Ave Verum, sino en sus diecisiete Misas (breves o solemnes), cuatro Letanías, en sus dos Vísperas, en sus tres Kyrie, en sus motetes y ofertorios (entre los que se cuenta este motete), en sus dos oratorios, en su Música Masónica y en sus cuatro cantatas, trató de emular a gloriosos antepasados (Michael Haydn, Padre Martini y, sobre todo, Bach y Haendel). Este Exsultate, jubilate asombra por su frescura y su devoción, no exenta de rasgos que pueden encontrarse en algunas de las mejores óperas de Mozart, confiado a la sola voz de soprano, acompañada por orquesta. Tanto lo es su jubiloso allegro inicial, su fervoroso andante, y ese conocidísimo tramo del allegro final (Alleluia incluído) tan tentador para seguirlo con nuestra propia voz. Es que Mozart advertía claramente el significado de cada palabra, de cada frase.

René Vargas Vera - Compositor y crítico de música - 10 de mayo de 2005.